La más aberrante de todas


Por Hecmilio Galván
Email: triunfaremos@hotmail.com
13 de noviembre de 2008

Sé que hay muchas partes asqueantes, que provocarían rubor hasta en los más frívolos. Reconozco que hay artículos tan monstruosos como para llorar de la risa y morirse de la vergüenza. Hay cantidad de gazapos, malas intenciones, errores voluntarios, pero sobretodo, esa mala voluntad que sale a borbotones del proyecto de reforma (o contrarreforma) enviada por Leonel Fernández al Congreso Nacional, y que le da ese olor a viejo, a aborto, a engendro de una sociedad en crisis terminal.

En este proyecto se pretende disimuladamente encubrir con palabras bonitas un proyecto de nación fallido, unipersonal, artificial, hecho artificiosamente para un fracaso histórico asegurado. Es una intención ilegitima que, como todo engendro, terminará sepultado por la última palabra de la Historia. Este no es el primer Presidente lacayo, ni la primera constitución espuria. Ya muchos hemos tenido y están en su puesto. Sólo hay que verse en el espejo de Santana, de Bobadilla, de Báez, de Lilis o de Ramón Cáceres. Tarde o temprano amanecerá y ya veremos.

El proyecto contiene muchas partes cuestionables, sin embargo, me atrevería a decir sin temor, que la intención de negar el derecho a la educación por la vía constitucional para los niños haitianos y de descendencia haitiana y a otros inmigrantes irregulares, es sencillamente la parte más aberrante de todas.

No es que yo esté a favor del famoso cuco de la “fusión”, ni mucho menos que propicie la costosa indiferencia del Estado dominicano respecto al tema migratorio. Todo el que ha leído mis modestos artículos sabe mi posición al respecto. Conoce que he propuesto que se encare el tema migratorio con la hermana República de Haití (lo de hermana no es un cliché, vean la isla que somos dos países siameses) como un tema prioritario para la planificación de nuestro desarrollo común. Un acuerdo que tome en cuenta nuestra innegable necesidad de trabajadores, y que reconozca la necesidad de que los dominicanos contribuyamos con Haití, incluyendo la aceptación de una migración organizada; siempre claro está y sobretodo, en el marco del respeto absoluto a los derechos humanos de dominicanos y de haitianos.

Para mí, estamos unidos por un estrechísimo cordón umbilical que no podremos cortar y que nos hace interdependientes. Debemos convivir con esta realidad, y mientras no lleguemos a acuerdos comunes será muy difícil y tortuosa la convivencia.

Estos acuerdos deben reconocer las partes positivas de la migración, pero sobretodo, incorporar y tratar de reducir el impacto de las consecuencias negativas; en la perspectiva de la existencia de recursos limitados en ambas partes, de una estructura económica precaria, de un aparato institucional extremadamente deficiente, de una barrera ambiental cada vez más estrecha, pero también de un legado histórico que pesa y dificulta la convivencia. Aun se mantienen (de ambas partes) demasiados prejuicios y demasiados odios, infundados o no.




Yo concibo las relaciones dominico-haitianas, como la de dos familias que comparten una misma casa y, aunque viven de forma separada, deberán tomar medidas en acuerdo para enfrentar los problemas comunes. Las relaciones dominico-haitianas son incluso más complejas que las relaciones entre otros países fronterizos, por la incontrastable realidad de que la Isla de Haití o de Santo Domingo constituye una unidad territorial y ambiental.

Compartimos un hogar, somos y seremos vecinos para siempre. Sólo si llegamos a acuerdos comunes podremos enfrentar mejor los retos y mejorar la isla. EL tema migratorio es un reto a encarar, una política común (desde las perspectiva humanista), es lo más recomendable.

Pero regresemos a la aberración constitucional de querer excluir del sistema educativo a los cientos o quizás miles de niños y adolescentes haitianos o dominico-haitianos. Reconozco que mi conclusión no será perfecta, porque llegué a ella mientras conducía velozmente en la carretera que comunica a Hato Mayor y a San Pedro, y que está colmada de cañaverales. En ella, todas las mañanas, los jovencitos y jovencitas, y los niños y niñas, de azul, esperan y piden un “empujón” para llegar a su escuela. Muchos de ellos y ellas, por su estatus legal, estarán excluidos del pan de la enseñanza y verán cerradas sus oportunidades y muertas sus aspiraciones y sueños.

Esta contrarreforma, en vez de encarar el reto de la regularidad migratoria, generaría otros problemas asociados a la exclusión. La exclusión de la enseñanza, y por tanto la marginación de miles de jóvenes, conllevará indefectiblemente no sólo al desaprovechamiento de las potencialidades de parte importante del capital humano del país, si no sobretodo, contribuirá a crear un caldo de cultivo propicio para las practicas reñidas con la ley, incluyendo la delincuencia.




Esta medida, de aprobarse, crearía una especie de apartheid que las próximas generaciones terminarían declarando absurdo y descabellado, condenando y tratando de repararlo. Este sería un pasado negativo, como lo fue la segregación racial en Estados Unidos, la esclavitud, el genocidio contra los indígenas, o más cerca, el Corte del 37. Desde mi auto, recorriendo los cañaverales, me imaginaba a mis hijos o a mis nietos teniendo que resarcir a todos esos jóvenes como en Australia están aprobando ahora leyes para indemnizar a los aborígenes por siglos de opresión.

Quiero que conste que no estoy de acuerdo con esta propuesta, que la rechazo rotundamente y que no quiero cargar con la responsabilidad de haberme quedado callado o indiferente mientras se consuma este gran absurdo.

Y no estoy de acuerdo, también, porque este es un intento por frenar la migración haitiana, afectando a su eslabón más débil: a los niños y a los jóvenes. Ambos grupos poblacionales pocas veces toman la decisión de quebrantar las absurdas leyes migratorias, si no, que vienen atraídos por sus familiares y, por lo tanto, muy difícilmente una madre haitiana desistirá de ingresar a territorio dominicano debido a esta exclusión. Sencillamente viene huyendo del hambre y de la pobreza extrema y hará lo humanamente posible para mejorar su condición.

Pero esta es una propuesta paradójica, porque debería ser todo lo contrario. El Estado dominicano debería fomentar la educación para todos los habitantes del país, independientemente de su estatus migratorio. Se supone que mientras más y mejor educado este una persona, mejor es el servicio que le puede hacer al país en el que habita. A menos, claro está, que los dueños del país, dígase del capital, quieran para siempre una masa de trabajadores irregulares y analfabetos para semi-esclavizarlos. Esta es la única respuesta lógica que intuyo para esta interrogante.

Honestamente. ¿A quién conviene que los inmigrantes irregulares o sus descendientes estén en el ostracismo, limitando y desaprovechando así sus posibilidades y potencialidades?

¿Reducirá esta medida el impacto de la migración irregular?

¿No niega esta medida a los Derechos Humanos que van más allá de los derechos del nacional o el ciudadano?

Sin tener respuestas para estas preguntas, regreso al rostro de las dos niñas dominico-haitianas a quien les di un empujón en medio de los cañaverales de Hato Mayor, y que todas las mañanas deben esperar un buen samaritano para asistir a una modesta escuelita rural.

No creo que ellas tengan conciencia de que en La Capital, unos eruditos de la simulación, apoyados por el hombre del maletín, tomarán las medidas para que no tengan que levantarse tempranito más (porque las van a hundir en la oscuridad); no creo que sepan acaso que existe una constitución, y que la van a modificar. De lo que si estoy seguro es de que al menos sabrán de que esa aberración, la más grande de todas, no fue en mi nombre, ni en el de muchos/as dominicanos/ que no apoyan esta visión excluyente, racista y falsa de la dominicanidad.

No en mi nombre, no.